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jueves, 23 de febrero de 2017

Del gen egoísta y solitario a la sociedad de genes.

Genómica

Del gen egoísta y solitario a la sociedad de genes.
THE SOCIETY OF GENES
Itai Yanai y Martin Lercher
Harvard University Press, 2016

Hace cuarenta años aparecía El gen egoísta, de Richard Dawkins. Con él arraigó la idea de que la unidad genuina de la evolución no era el individuo, sino el gen, que buscaba siempre su propio interés y tenía en el organismo su medio de pervivencia y reproducción. Esa perspectiva ha dominado la genética evolutiva desde entonces. En The society of genes, los biólogos Itai Yanai y Martin Lercher proponen un cambio: sustituir la metáfora del gen egoísta por otra nueva que ponga el acento en las relaciones entre genes. No somos mera suma de genes aislados; los genes forman una sociedad en la que trabajan juntos, crean rivalidades y establecen alianzas. La sociedad constituye la vía para conformar un cuerpo que los sustente y los propulse hacia la generación siguiente. La lectura del libro de Dawkins cambiaría antes la vida de los autores, uno especializado en ciencias de la computación y otro en física, que se convirtieron al campo de la biología evolutiva. Su aventura personal recuerda episodios similares en la creación de la biología molecular: participaron científicos brillantes que, procediendo de otras disciplinas, se sintieron atraídos por los fenómenos de la vida tras la lectura de ¿Qué es la vida?, de Erwin Schrödinger.
Hace unos 250 años, Adam Smith advirtió que son las interacciones de intereses propios entre individuos lo que hacía eficientes los mercados. De manera similar es la competición y la cooperación entre genes, en lucha por su propia supervivencia a largo plazo, lo que promueve la persistencia de la humanidad. Todos los genomas humanos contienen los mismos genes. Pero las copias individuales de un gen pueden diferir debido a las mutaciones, y existe una feroz pugna entre copias que se debaten por alcanzar la supremacía en las generaciones del futuro. Debido a las nuevas interacciones complejas, su cooperación y competición, entenderemos mejor la función de los genes si los consideramos en una sociedad. Tal es la tesis del libro.
El genoma humano contiene unos 20.000 genes, cada uno de ellos encargado de una función determinada. Los genes se necesitan para construir y poner en marcha el organismo. Pero sería un error pensar que se encuentran en franca armonía: la sociedad de genes es la suma colectiva de todos los alelos de todos los genes que se dan en una población determinada. El genoma no es algo fijo, cambia en el transcurso de la vida. Los genes de la sociedad tejen una compleja red de relaciones. Los aprovechados constituyen una amenaza inevitable contra la sociedad. A lo largo de los últimos 4000 millones de años ha aparecido una diversidad espectacular de formas explotadoras. Resultado de ello es el tamaño exagerado del genoma humano, cargado con muchos genes capaces de copiarse a sí mismos dentro del genoma y sin aportar nada al conjunto. Los virus son los progenitores de todas las formas aprovechadas.
La información genómica que se ha venido acumulando desde hace unos decenios nos ha revelado las líneas maestras de la estructura de la sociedad de genes. Igual que en la industria, unos genes son obreros, otros maestros de taller y otros gestionan la operación como un todo. Descubrimos estajanovistas en la nave de la fábrica, como la hemoglobina, que porta oxígeno a las fraguas de las células, y la polimerasa, que produce copias fidedignas de otros genes; hay mensajeros, como el gen FGFR3, que registra las señales de desarrollo, las transmite y causa pulsos de enfermedades genéticas cuando se interrumpen; está el gen FOXP2, que dirige una fuerza laboral implicada en el lenguaje humano; y SOX9, que, si se interrumpe, permite el desarrollo de una hembra que, de otro modo, hubiera sido macho. Hay grandes ejércitos de aprovechados que se sirven de otros miembros de la sociedad de genes, como los elementos LINE1, que enturbian nuestro genoma con medio millón de copias; y hay sujetos peligrosos, como algunas versiones del gen BRCA1, causante del cáncer de mama, nos recuerda la obra.
Se parte del concepto de sociedad de genes para replantearse el dominio entero de la genética. El cáncer, por tomar un ejemplo familiar, recibe una nueva interpretación, más cabal, si lo asociamos a la patología del genoma: la quiebra de los equilibrios entre genes que impide la división normal de las células. Los tumores se forman porque fracasan varios miembros de la sociedad de genes. El cáncer comienza cuando un gen X adquiere una mutación que enloquece a las células y las induce a dividirse con una rapidez mayor que la normal y a desarrollarse fuera de norma. Por suerte, nuestro cuerpo ha desarrollado salvaguardas que nos protegen del cáncer tras sufrir una mutación procancerosa. Se conocían hasta ocho formas que tenían las mutaciones de superar las defensas del cuerpo. Ahora sabemos que los genes portadores de esas mutaciones se ayudan mutuamente: las células con la primera mutación procancerosa se dividen más rápidamente, los descendientes se hacen más abundantes para que se produzca una nueva mutación, etcétera, [véase «El genoma del cáncer», por Francis S. Collins y Anna D. Barker; Investigación y Ciencia, mayo de 2007.]
Fuera del ámbito del cáncer, se repara en la paradoja de Clinton, en referencia al expresidente de EE.UU., quien fue un gran defensor del Proyecto Genoma Humano. La determinación de la secuencia nucleotídica completa del genoma humano, que arrancó en 1990, se desarrolló durante 13 años y comportó un sinnúmero de innovaciones técnicas. En una de las Conferencias del Milenio celebradas en 1999, Eric Lander, líder del proyecto, expuso ante la audiencia que dos personas cualesquiera de este planeta compartían un 99,9 por ciento de su genoma. Clinton se sintió obligado a preguntar si todas las guerras, todas las diferencias culturales, todas nuestras rivalidades destructivas se debían a ese escuálido 0,1 por ciento de diferencia. Lander respondió que nuestro genoma presenta una secuencia de 6000 millones de letras: aunque ese 0,1 pudiera parecer mínimo, constituye nada menos que una diferencia de seis millones de nucleótidos. Quizás eso pudiera espolear la rivalidad.
El libro contiene múltiples ejemplos más que revelan cómo los genes cooperan y se oponen entre sí, con un estilo muy ágil y una imaginación que deleitan al enseñar. Como, por ejemplo, cuando los autores comparan el cerebro humano con la compañía Colgate para resaltar que el primero es más poderoso que el de otras especies en virtud de la naturaleza peculiar de la interconexión de los genes, no de la cuantía de los mismos. ¿Por qué Colgate? Se cuenta que, hace años, la compañía estaba a punto de entrar en bancarrota, pero que para salvarla bastaría con ensanchar el tubo de descarga de la pasta. La composición del dentífrico no cambió, pero la gente empezó a usarlo más. Es lo mismo que acontece en el cerebro humano: los genes son los mismos, pero la forma en que se emplean son diferentes. Para terminar con una cuestión que podría parecer inquietante: el cromosoma Y, que distingue a los varones de las mujeres, podría pronto desaparecer, pues se está convirtiendo en inútil, [véase «El cromosoma de la masculinidad», por Karin Jegalian y Bruce T. Lahn; Investigación y Ciencia, abril de 2001].

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